De arranque, de un tirón, y porque
tal vez soñó con ese momento durante décadas, Sonia Torres miró fijo al juez
Jaime Díaz Gavier, respiró profundo y lanzó: “Antes de comenzar quiero decir
que a mí me gusta identificarme como la mamá de Silvina (Parodi), la segunda
mamá de Daniel Orozco, mi yerno, y como la abuela del nieto que busco. Porque
cuando se llevaron a mis hijos, y después se robaron a mi nieto, no sólo a él
le quitaron la identidad. Desde entonces yo ya no fui más quien era. Fui la
madre que busca y después la abuela que busca. A mí también me robaron la
identidad”. De este modo, la presidente de Abuelas de Plaza de Mayo filial
Córdoba comenzó a declarar por primera vez ante un Tribunal a 37 años desde que
una patota le arrancó para siempre a sus hijos y con ellos una parte de su
vida.
Con sus 83 años, la fuerza y el porte
de quien jamás será una anciana, Sonia revivió ante el Tribunal y una sala
repleta donde la emoción se podía tocar con las manos, las penurias que vivió
desde que el 26 de marzo de 1976, y aprovechó la audiencia que esperó más de 30
años para enviarle un mensaje al nieto que jamás se ha cansado de buscar.
“No tengas miedo –le pidió-. Yo salgo
todos los días a buscarte y te digo: Nieto querido, te esperamos. La familia te
espera para devolverte la identidad. Tus padres trabajaron por una Córdoba más
justa. Por un país más justo. Estaban en la vereda de enfrente de los
militares. Y yo quiero contarte todo esto desde el corazón porque no quiero que
sientas odio; porque no se puede crecer con odio”. Y siguió: “Yo te quiero
encontrar antes de partir. Recrear en tu carita la caras de tus padres. Esas
caras que quedaron suspendidas en el tiempo, en unas pancartas… Cuando conozcas
tu identidad recién conocerás la libertad. Y vos sabrás qué hacer con tu
futuro”.
Y su historia. La tantas veces
contada. La que le hizo buscar por todas las cárceles del país, por todos los
cementerios, los hospitales y, luego, por los jardines de infantes, escuelas y calles.
La que todavía la tiene en pie, sin rendirse. La que la convirtió en una de las
primeras Abuelas de Plaza de Mayo, ya que fue de las que supieron de inmediato
que sus nietos habían nacido en cautiverio.
Sonia recordó: “Fue el 26 de marzo
cerca de las seis de la tarde. Los vecinos contaron que los sacaron envueltos
de pies a cabeza de una casa en la calle Coronel Olmedo 1468, de Barrio Alta
Córdoba. Llegaron 9 hombres vestidos de civil fuertemente armados en un Torino
y otros tres autos. Les dieron una fuerte paliza y a eso lo sé porque los
vecinos sintieron los aullidos de dolor y los pedidos de auxilio. A la gente
que salió a ver, les dijeron a punta de arma que entraran a sus casas si
no los iban a matar”.
En el asalto “les robaron todo: hasta
una fuerte suma de dinero que les habíamos regalado las dos familias en el
casamiento (que había sido en diciembre de 1975) para que se hicieran una
casita”. Silvina y Daniel eran estudiantes de Ciencias Económicas. Tenían 20 y
22 años y, para mantener a la familia, Daniel trabajaba en una de las empresas
de la firma Minetti. Después de una luna de miel sencilla, en carpa en Tanti,
la pareja vivía en una casa sin terminar en el fondo de un terreno.
“En la casa de adelante –detalló
Sonia—vivía una señora con sus cuatro hijos. Fue ella la que le dijo a mi ex
marido, el papá de Silvina (Enrique Parodi), que si hablaba la iban a matar.
Fue cuando mi ex marido se comunicó conmigo y salí a buscarla. No tuve miedo.
Sabía que los militares eran dueños de la vida y de la muerte en la calle y era
una hora avanzada. Ellos podían matar 20, 30 personas por día porque no le
daban cuentas a nadie”, graficó.
Sonia atestiguó que un policía, novio
de una empleada doméstica, se ofreció a ayudarla y fue a preguntar al D2
(Departamento de Informaciones de la Policía, el equivalente a la Gestapo
cordobesa). “Pero después supe que él también era de la D2”, dijo, con el tono
de quien, aún ahora, le cuesta resignarse a las traiciones.
Pero los militares no se quedaron solo
en el secuestro. Al día siguiente un camión acabó con todo lo que había en la
casa: “Se llevaron todo –siguió Sonia- sólo dejaron un mueble de cocina porque
estaba empotrado en el piso”. Entonces, de un bolso azul de cuero, Sonia
extrajo como a un tesoro lo único que, de entre los escombros de los que había
sido una casa, encontró el papá de Silvina: una blusa blanca con bordados de
colores. “Era de mi hija”, dijo exhibiendo la prenda. También, del desastre,
don Parodi rescató un papel: el certificado del médico que la atendía por el
embarazo. Un profesional de apellido Ruli. “Él ya la había visto hacía unas
semanas, pero se ve que esa mañana Silvina había ido también a control porque
el certificado tenía la misma fecha del día que la secuestraron. En ese
certificado le daban la posible fecha del parto, entre el 25 de junio y el 5 de
julio de 1976”. Una prueba que Sonia tenía de que un bebé nacería.
La búsqueda siguió. Como no había
resultado en las comisarías ni en los hospitales, el papá de Silvina, que había
sido militar y conocía a Juan Bautista Sasiaiñ, Jefe de la IV Brigada de
Aviación, fue a verlo. “Con el más puro cinismo, le dijo que esos secuestros se
hacían entre los guerrilleros”. Con eso cerró la entrevista. Desesperados,
comenzaron a tocar las puertas de las cárceles. Supieron que estaba en la UP1,
la cárcel del barrio San Martín, sitio en el que lograron que un médico amigo,
un doctor de apellido Elías, la revisara para ver cómo seguía su embarazo.
“Al otro día –relató Sonia Torres-
mientras el doctor Elías estaba operando en el Hospital de Urgencia, entraron
los soldados, lo esposaron y se lo llevaron. Al otro día apareció su cadáver
camino a Chacras de la Merced”.
Como el entonces jefe de la prisión,
el comisario Montamat les había informado que Silvina estaba allí, un día
Enrique Parodi recibe un llamado del mismísimo Sasiaíñ: “Che Parodi, acá lo
traigo preso a Montamat. Él les dice a todas las familias que los hijos están
bien… Y mi ex esposo –explicó Sonia—por miedo a que le pase algo a Montamat, le
dijo “habrá algún error, tal vez”.
El relato de la Abuela continuó sin
descanso por más de dos horas y media: “Por ese tiempo mi hija menor, Giselle,
trabajaba como voluntaria en la Casa Cuna, y llevaba a casa nenes los fines de
semana para cuidarlos y que no estuvieran tan solos. Un fin de semana una
monja, Asunción Medrano, le dijo ´no, no lleves porque tu mamá tiene mucho
trabajo con el hijo varón (de Silvina). Vení el domingo y te lo voy a dejar
ver”. Se supone que estaban Silvina y el bebé en (la cárcel) El Buen Pastor.
Cuando ese domingo Giselle fue, la monja jefa se sorprendió de ver a Medrano y
les dijo que a Silvina se la habían llevado, tres días antes, al sur”.
Con el dolor y la expectativa
ardiéndoles en el cuerpo, Sonia y Giselle insistieron en la pista de la Casa
Cuna. Después, obtuvo la ayuda y compañía del capellán de la UP1, el padre
Lucchese, quien le contó que si bien Silvina había pasado por ésa cárcel, su
nombre había sido borrado y sobrescribieron otro sobre esa huella para borrar
las pruebas en los libros. “A esa altura todas las madres sabíamos de la
connivencia de la Iglesia Católica”.
La búsqueda incluyó el Campo de la
Ribera, el otro gran campo de concentración de Córdoba luego del de La Perla.
“Allí fui con el padre Sixto Castellanos que era pariente mío. Cuando bajamos,
en la puerta nos pidieron documentos. Uno de los soldaditos era de Villa Dolores,
como yo, y me trató bien. Me dijeron que los habían llevado a La Perla hacía
unos días”. Pero se seguramente los escuchaban desde adentro, porque sonó el
teléfono y se sintió una voz que ordenó hacerlos pasar. “Ahí un jefe nos dijo
que ese campo era para juzgar a los desertores. El soldadito le dijo ´pero acá
sí hubo presos políticos´. Yo pienso que ese soldadito habrá engrosado la lista
de desaparecidos…".
Madres y Abuelas en Buenos Aires.
Mientras el represor Ernesto “Nabo”
Barreiro bosteza y parece aburrirse mortalmente, Sonia continuó su relato. Y su
peregrinar. “Íbamos a Buenos Aires. Nos sentábamos en los bancos de la Plaza de
Mayo, pero los soldados nos tiraban los caballos encima. Nos decían ´ ¡marchen,
marchen!’ y empezamos a dar vueltas a la Plaza…”.
Según Sonia, mientras se forjaba como
la mujer que nunca había soñado ser (al fin y al cabo era “sólo madre y
farmacéutica”), “nuestro trabajo empezó a ser doble: buscar a los hijos y a los
nietos que habían nacido. Acá en Córdoba, sólo devolvieron dos chicos: uno a
Susana Dillon, y otro bebé de una chica de Rosario que nació acá y se lo
llevaron a la familia. Nos dimos cuenta con las Madres y las Abuelas que era
mejor presentar los hábeas corpus todas juntas y en un mismo juzgado. Aunque no
los atendieran. Tenían más fuerza que por separado. También nos organizamos
para armar carpetas con nuestros casos y las pancartas con las fotos de
nuestros hijos…” En ese momento de la narración, Sonia se quebró: el recuerdo
de Otilia Argañaraz y de Irma Ramacciotti le cerró la garganta. Entre el
público, esos dos nombres provocaron también el llanto contenido de quienes
parecían hacer fuerza para sostener a ésta Abuela que hablaba por las que ya no
están.
Las carpetas llegaron a todos los
despachos de jueces del país, a los de países vecinos y aún, hasta el Vaticano
donde Juan Pablo II las recibió. Las Madres y Abuelas le pidieron “que se
ocupara de que los militares cesaran la matanza”. Pero Karol Wojtyla no pudo (o no quiso) solucionar el tema.
Sonia también recordó que cierta vez,
a fines del invierno de 1976, le pidió al entonces administrador de la Casa
Cuna “Lozada Echenique”, que la dejara ver a los bebés. “Quería ver si en las
manitos, en los pies, en las caritas podía reconocer los rasgos de mi Silvina,
los de Daniel. Mucho después supe que en otra pieza había bebés que custodiaban
dos soldados. Mataban a nuestras hijas y entregaban a nuestros nietos”. Uno de
los golpes más fuertes que tuvo que soportar, fue cuando un médico, “el doctor
Funes, de la Casa Cuna, me dijo que fuera en una hora y media. Que me
entregaría a mi nieto. Cuando llegué, me dijo que no era”.
Pasado el tiempo, Sonia Torres dice
que ya no está sola: “Nos acompaña mucha gente. En ese tiempo, cuando se
llevaron a mis hijos y a mi nieto me destrozaron el corazón… Entonces y ahora
siempre he pedido justicia”.
Un año antes de que se llevaran a
Silvina y Daniel, la patota del D2 había secuestrado a toda la familia:
“Estábamos en mi casa, en barrio Paso de los Andes cuando llegaron y nos llevaron.
Esperaban a Silvina a que llegara de la facultad. Nos llevaron a la D2 a mí, a
mi ex esposo, a mi hijo Luis (quien murió en 1991), a su novia; a Giselle, mi
hija menor y a un amigo de los chicos.
En el edificio del lado de la
Catedral cordobesa, la familia padeció golpes, interrogatorios y, una noche,
Sonia escuchó cómo golpeaban contra una pared, hasta acabar con él, a un
muchacho asmático. “Como Luis, mi hijo, era asmático, todo el tiempo pensé que
era a él al que le pegaban y lo habían matado. Era como si me estuvieran
matando a mí”.
De los pelos y con un empujón, los
torturadores de la D2 la sacaron al pasaje empedrado que en Córdoba se conoce
como “Santa Catalina”. Sonia recuerda que, a raíz de esa pesadilla y del rumor
del golpe que se venía, le rogó a Silvina que se fueran del país. Que afuera
tendrían amigos que los ayudarían.
“Silvina me contestó: pero si
nosotros nos vamos ¿en manos de quién queda el país? No, nosotros nos
quedamos”.
Sonia recordó además que Silvina
formó parte del grupo de alumnos del Colegio Nacional Manuel Belgrano que fue
entregado por el entonces director Tránsito Rigatusso a las hordas de Luciano
Benjamín Menéndez.
Rigatusso, hasta tuvo la desfachatez
de acusar a Sonia Torres ante la justicia por “injurias” ya que en un artículo
publicado en La Voz del Interior de 1998, ella lo había llamado delator.
El juicio (absurdo desde su origen)
se llevó a cabo en 2002. El entregador acusaba a la víctima. Sin embargo, y
atendiendo a las pruebas, el juez Rubens Druetta, dictó un veredicto
terminante: Rigatusso efectivamente había confeccionado listas y había sido un
delator. El testimonio sobresaliente en su contra fue, paradójicamente, el de
un militar, el segundo de Menéndez: César Anadón, quien corroboró lo que la
Abuela había asegurado al principal diario cordobés y padecido en carne propia.
Dos años después, Anadón se suicidó mientras cumplía una pena con prisión
domiciliaria.
Silvina y Daniel fueron vistos en el
campo de concentración de La Perla. Luego, nunca más se supo nada de ambos.
Permanecen desaparecidos. Y del bebé, que ahora debe ser un joven de 37 años,
todavía lo están buscando.
Patota modelo 2006
El ataque a la Abuela Sonia fue
noticia en marzo de 2006. El día 13, (aniversario de la muerte de su hijo
Luis), Sonia no quiso volver a la soledad de su casa y fue a la de una hija a
cenar. A eso de las diez de la noche una patota de tres o cuatro hombres entraron
a la casa de barrio Rivera Indarte. Fueron directamente a Sonia, a pesar de que
allí estaban su hija Giselle, la novia de uno de sus nietos y su nieta más pequeña
que se escondió bajo la mesa.
“Me encañonaron en la sien y me
dijeron levántate. Como creí que me iban a secuestrar, les dije que no.
Entonces el tipo me gatilló en la cabeza pero la bala no salió –contó Sonia
ante la mirada cuasi aterrada del juez-. Me levantaron de los brazos entre dos
y me arrastraron al baño. Me pegaron y me dieron culatazos. Me rompieron el
tímpano (se señala el oído derecho). Ya casi no escucho y tengo que usar audífono”.
De la casa no se robaron nada, a
pesar de los objetos electrónicos que había. Sólo la cartera de la joven
presente. La tiraron en las cercanías de la casa, con una pistola Bersa y ocho
balas en el cargador.
A la hora de las preguntas de los
querellantes, Sonia dijo que sólo con la llegada del gobierno de Néstor
Kirchner algo cambió: “Nos llamó al mes de estar en el poder. Con todos los
problemas que tenía, se hizo un tiempo para nosotras y nos dijo que los
Derechos Humanos iban a ser política de Estado. Y cumplió. Nos dió todas las
herramientas para la búsqueda. Y ahora la presidenta sigue su camino. Nunca
pensamos que algo así nos pasaría. Fueron tantos años de que nadie nos
escuchara. Las Abuelas somos políticas, pero apartidarias. Pero a esto hay que
reconocerlo porque es la verdad”, resaltó.
Un gesto de humanidad
Aunque la mayoría de los represores,
Menéndez a la cabeza, se retiraron antes de que Sonia hiciera su declaración,
la Abuela los exhortó: “Quiero pedirles a estos señores que en un acto de
humanidad nos digan a qué familias entregaron nuestros nietos y dónde están los
huesitos de nuestros hijos. Todos los días me levanto con la esperanza de que
mi nieto va a venir a buscarme a Abuelas o a la farmacia donde todavía trabajo.
Pero mi tiempo se termina. Les pido que nos digan dónde están”.
Antes de levantarse de su silla, con
un saco amarillo intenso que le iluminaba la cara, Sonia volvió a hablarle a su
nieto. “Que me busque. Él está esclavo aún de los militares mientras no sepa su
verdadera identidad. Que no tenga miedo y que nos busque”.
El aplauso de los presentes fue
atronador y un modo de abrazo hacia esta mujer que no pensó ni piensa
rendirse: "Hasta ahora mi nieto vive esclavo de los militares. Cuando
conozca su identidad, recién será libre. Me lo imagino hermoso, porque tiene
los genes de sus padres. Yo ya soy grande. Tengo mis años y la biología tiene
su tiempo. Así que espero ahora que él me busque".