jueves, 7 de marzo de 2013

Audiencia 13 - 05/03/2013 - Testimonio Sonia Torres



Audiencia 13. Megacausa La Perla. Primer juicio por robo de bebés en Córdoba.

Sonia Torres, Abuela de Plaza de Mayo Córdoba                                                                   05/03/2013

“Mientras no recupere su identidad, 
mi nieto  sigue siendo un esclavo de los militares”

Por primera vez en 37 años, Sonia Torres, la presidente de 
Abuelas de Plaza de Mayo  de Córdoba declaró ante un Tribunal.
  

“Ojo con las madres (y con las Abuelas), porque le debemos 
nuestro único  gesto de dignidad frente a una dictadura militar”. 
José Pablo Feinmann.


Por Marta Platía

De arranque, de un tirón, y porque tal vez soñó con ese momento durante décadas, Sonia Torres miró fijo al juez Jaime Díaz Gavier, respiró profundo y lanzó: “Antes de comenzar quiero decir que a mí me gusta identificarme como la mamá de Silvina (Parodi), la segunda mamá de Daniel Orozco, mi yerno, y como la abuela del nieto que busco. Porque cuando se llevaron a mis hijos, y después se robaron a mi nieto, no sólo a él le quitaron la identidad. Desde entonces yo ya no fui más quien era. Fui la madre que busca y después la abuela que busca. A mí también me robaron la identidad”. De este modo, la presidente de Abuelas de Plaza de Mayo filial Córdoba comenzó a declarar por primera vez ante un Tribunal a 37 años desde que una patota le arrancó para siempre a sus hijos y con ellos una parte de su vida.
Con sus 83 años, la fuerza y el porte de quien jamás será una anciana, Sonia revivió ante el Tribunal y una sala repleta donde la emoción se podía tocar con las manos, las penurias que vivió desde que el 26 de marzo de 1976, y aprovechó la audiencia que esperó más de 30 años para enviarle un mensaje al nieto que jamás se ha cansado de buscar. 
“No tengas miedo –le pidió-. Yo salgo todos los días a buscarte y te digo: Nieto querido, te esperamos. La familia te espera para devolverte la identidad. Tus padres trabajaron por una Córdoba más justa. Por un país más justo. Estaban en la vereda de enfrente de los militares. Y yo quiero contarte todo esto desde el corazón porque no quiero que sientas odio; porque no se puede crecer con odio”. Y siguió: “Yo te quiero encontrar antes de partir. Recrear en tu carita la caras de tus padres. Esas caras que quedaron suspendidas en el tiempo, en unas pancartas… Cuando conozcas tu identidad recién conocerás la libertad. Y vos sabrás qué hacer con tu futuro”.
Y su historia. La tantas veces contada. La que le hizo buscar por todas las cárceles del país, por todos los cementerios, los hospitales y, luego, por los jardines de infantes, escuelas y calles. La que todavía la tiene en pie, sin rendirse. La que la convirtió en una de las primeras Abuelas de Plaza de Mayo, ya que fue de las que supieron de inmediato que sus nietos habían nacido en cautiverio.
Sonia recordó: “Fue el 26 de marzo cerca de las seis de la tarde. Los vecinos contaron que los sacaron envueltos de pies a cabeza de una casa en la calle Coronel Olmedo 1468, de Barrio Alta Córdoba. Llegaron 9 hombres vestidos de civil fuertemente armados en un Torino y otros tres autos. Les dieron una fuerte paliza y a eso lo sé porque los vecinos sintieron los aullidos de dolor y los pedidos de auxilio. A la gente que salió a ver, les dijeron a punta de arma que entraran a sus casas si no  los iban a matar”.

En el asalto “les robaron todo: hasta una fuerte suma de dinero que les habíamos regalado las dos familias en el casamiento (que había sido en diciembre de 1975) para que se hicieran una casita”. Silvina y Daniel eran estudiantes de Ciencias Económicas. Tenían 20 y 22 años y, para mantener a la familia, Daniel trabajaba en una de las empresas de la firma Minetti. Después de una luna de miel sencilla, en carpa en Tanti, la pareja vivía en una casa sin terminar en el fondo de un terreno.

“En la casa de adelante –detalló Sonia—vivía una señora con sus cuatro hijos. Fue ella la que le dijo a mi ex marido, el papá de Silvina (Enrique Parodi), que si hablaba la iban a matar. Fue cuando mi ex marido se comunicó conmigo y salí a buscarla. No tuve miedo. Sabía que los militares eran dueños de la vida y de la muerte en la calle y era una hora avanzada. Ellos podían matar 20, 30 personas por día porque no le daban cuentas a nadie”, graficó.

Sonia atestiguó que un policía, novio de una empleada doméstica, se ofreció a ayudarla y fue a preguntar al D2 (Departamento de Informaciones de la Policía, el equivalente a la Gestapo cordobesa). “Pero después supe que él también era de la D2”, dijo, con el tono de quien, aún ahora, le cuesta resignarse a las traiciones.

Pero los militares no se quedaron solo en el secuestro. Al día siguiente un camión acabó con todo lo que había en la casa: “Se llevaron todo –siguió Sonia- sólo dejaron un mueble de cocina porque estaba empotrado en el piso”. Entonces, de un bolso azul de cuero, Sonia extrajo como a un tesoro lo único que, de entre los escombros de los que había sido una casa, encontró el papá de Silvina: una blusa blanca con bordados de colores. “Era de mi hija”, dijo exhibiendo la prenda. También, del desastre, don Parodi rescató un papel: el certificado del médico que la atendía por el embarazo. Un profesional de apellido Ruli. “Él ya la había visto hacía unas semanas, pero se ve que esa mañana Silvina había ido también a control porque el certificado tenía la misma fecha del día que la secuestraron. En ese certificado le daban la posible fecha del parto, entre el 25 de junio y el 5 de julio de 1976”. Una prueba que Sonia tenía de que un bebé nacería.

La búsqueda siguió. Como no había resultado en las comisarías ni en los hospitales, el papá de Silvina, que había sido militar y conocía a Juan Bautista Sasiaiñ, Jefe de la IV Brigada de Aviación, fue a verlo. “Con el más puro cinismo, le dijo que esos secuestros se hacían entre los guerrilleros”. Con eso cerró la entrevista. Desesperados, comenzaron a tocar las puertas de las cárceles. Supieron que estaba en la UP1, la cárcel del barrio San Martín, sitio en el que lograron que un médico amigo, un doctor de apellido Elías, la revisara para ver cómo seguía su embarazo.

“Al otro día –relató Sonia Torres- mientras el doctor Elías estaba operando en el Hospital de Urgencia, entraron los soldados, lo esposaron y se lo llevaron. Al otro día apareció su cadáver camino a Chacras de la Merced”.

Como el entonces jefe de la prisión, el comisario Montamat les había informado que Silvina estaba allí, un día Enrique Parodi recibe un llamado del mismísimo Sasiaíñ: “Che Parodi, acá lo traigo preso a Montamat. Él les dice a todas las familias que los hijos están bien… Y mi ex esposo –explicó Sonia—por miedo a que le pase algo a Montamat, le dijo “habrá algún error, tal vez”.

El relato de la Abuela continuó sin descanso por más de dos horas y media: “Por ese tiempo mi hija menor, Giselle, trabajaba como voluntaria en la Casa Cuna, y llevaba a casa nenes los fines de semana para cuidarlos y que no estuvieran tan solos. Un fin de semana una monja, Asunción Medrano, le dijo ´no, no lleves porque tu mamá tiene mucho trabajo con el hijo varón (de Silvina). Vení el domingo y te lo voy a dejar ver”. Se supone que estaban Silvina y el bebé en (la cárcel) El Buen Pastor. Cuando ese domingo Giselle fue, la monja jefa se sorprendió de ver a Medrano y les dijo que a Silvina se la habían llevado, tres días antes, al sur”.

Con el dolor y la expectativa ardiéndoles en el cuerpo, Sonia y Giselle insistieron en la pista de la Casa Cuna. Después, obtuvo la ayuda y compañía del capellán de la UP1, el padre Lucchese, quien le contó que si bien Silvina había pasado por ésa cárcel, su nombre había sido borrado y sobrescribieron otro sobre esa huella para borrar las pruebas en los libros. “A esa altura todas las madres sabíamos de la connivencia de la Iglesia Católica”.

La búsqueda incluyó el Campo de la Ribera, el otro gran campo de concentración de Córdoba luego del de La Perla. “Allí fui con el padre Sixto Castellanos que era pariente mío. Cuando bajamos, en la puerta nos pidieron documentos. Uno de los soldaditos era de Villa Dolores, como yo, y me trató bien. Me dijeron que los habían llevado a La Perla hacía unos días”. Pero se seguramente los escuchaban desde adentro, porque sonó el teléfono y se sintió una voz que ordenó hacerlos pasar. “Ahí un jefe nos dijo que ese campo era para juzgar a los desertores. El soldadito le dijo ´pero acá sí hubo presos políticos´. Yo pienso que ese soldadito habrá engrosado la lista de desaparecidos…".


Madres y Abuelas en Buenos Aires.

Mientras el represor Ernesto “Nabo” Barreiro bosteza y parece aburrirse mortalmente, Sonia continuó su relato. Y su peregrinar. “Íbamos a Buenos Aires. Nos sentábamos en los bancos de la Plaza de Mayo, pero los soldados nos tiraban los caballos encima. Nos decían ´ ¡marchen, marchen!’ y empezamos a dar vueltas a la Plaza…”.

Según Sonia, mientras se forjaba como la mujer que nunca había soñado ser (al fin y al cabo era “sólo madre y farmacéutica”), “nuestro trabajo empezó a ser doble: buscar a los hijos y a los nietos que habían nacido. Acá en Córdoba, sólo devolvieron dos chicos: uno a Susana Dillon, y otro bebé de una chica de Rosario que nació acá y se lo llevaron a la familia. Nos dimos cuenta con las Madres y las Abuelas que era mejor presentar los hábeas corpus todas juntas y en un mismo juzgado. Aunque no los atendieran. Tenían más fuerza que por separado. También nos organizamos para armar carpetas con nuestros casos y las pancartas con las fotos de nuestros hijos…” En ese momento de la narración, Sonia se quebró: el recuerdo de Otilia Argañaraz y de Irma Ramacciotti le cerró la garganta. Entre el público, esos dos nombres provocaron también el llanto contenido de quienes parecían hacer fuerza para sostener a ésta Abuela que hablaba por las que ya no están.
Las carpetas llegaron a todos los despachos de jueces del país, a los de países vecinos y aún, hasta el Vaticano donde Juan Pablo II las recibió. Las Madres y Abuelas le pidieron “que se ocupara de que los militares cesaran la matanza”. Pero Karol Wojtyla no pudo (o no quiso) solucionar el tema.

Sonia también recordó que cierta vez, a fines del invierno de 1976, le pidió al entonces administrador de la Casa Cuna “Lozada Echenique”, que la dejara ver a los bebés. “Quería ver si en las manitos, en los pies, en las caritas podía reconocer los rasgos de mi Silvina, los de Daniel. Mucho después supe que en otra pieza había bebés que custodiaban dos soldados. Mataban a nuestras hijas y entregaban a nuestros nietos”. Uno de los golpes más fuertes que tuvo que soportar, fue cuando un médico, “el doctor Funes, de la Casa Cuna, me dijo que fuera en una hora y media. Que me entregaría a mi nieto. Cuando llegué, me dijo que no era”.

Pasado el tiempo, Sonia Torres dice que ya no está sola: “Nos acompaña mucha gente. En ese tiempo, cuando se llevaron a mis hijos y a mi nieto me destrozaron el corazón… Entonces y ahora siempre he pedido justicia”.

Un año antes de que se llevaran a Silvina y Daniel, la patota del D2 había secuestrado a toda la familia: “Estábamos en mi casa, en barrio Paso de los Andes cuando llegaron y nos llevaron. Esperaban a Silvina a que llegara de la facultad. Nos llevaron a la D2 a mí, a mi ex esposo, a mi hijo Luis (quien murió en 1991), a su novia; a Giselle, mi hija menor y a un amigo de los chicos.

En el edificio del lado de la Catedral cordobesa, la familia padeció golpes, interrogatorios y, una noche, Sonia escuchó cómo golpeaban contra una pared, hasta acabar con él, a un muchacho asmático. “Como Luis, mi hijo, era asmático, todo el tiempo pensé que era a él al que le pegaban y lo habían matado. Era como si me estuvieran matando a mí”.

De los pelos y con un empujón, los torturadores de la D2 la sacaron al pasaje empedrado que en Córdoba se conoce como “Santa Catalina”. Sonia recuerda que, a raíz de esa pesadilla y del rumor del golpe que se venía, le rogó a Silvina que se fueran del país. Que afuera tendrían amigos que los ayudarían.

“Silvina me contestó: pero si nosotros nos vamos ¿en manos de quién queda el país? No, nosotros nos quedamos”.
Sonia recordó además que Silvina formó parte del grupo de alumnos del Colegio Nacional Manuel Belgrano que fue entregado por el entonces director Tránsito Rigatusso a las hordas de Luciano Benjamín Menéndez.

Rigatusso, hasta tuvo la desfachatez de acusar a Sonia Torres ante la justicia por “injurias” ya que en un artículo publicado en La Voz del Interior de 1998, ella lo había llamado delator.
El juicio (absurdo desde su origen) se llevó a cabo en 2002. El entregador acusaba a la víctima. Sin embargo, y atendiendo a las pruebas, el juez Rubens Druetta, dictó un veredicto terminante: Rigatusso efectivamente había confeccionado listas y había sido un delator. El testimonio sobresaliente en su contra fue, paradójicamente, el de un militar, el segundo de Menéndez: César Anadón, quien corroboró lo que la Abuela había asegurado al principal diario cordobés y padecido en carne propia. Dos años después, Anadón se suicidó mientras cumplía una pena con prisión domiciliaria.

Silvina y Daniel fueron vistos en el campo de concentración de La Perla. Luego, nunca más se supo nada de ambos. Permanecen desaparecidos. Y del bebé, que ahora debe ser un joven de 37 años, todavía lo están buscando.

Patota modelo 2006

El ataque a la Abuela Sonia fue noticia en marzo de 2006. El día 13, (aniversario de la muerte de su hijo Luis), Sonia no quiso volver a la soledad de su casa y fue a la de una hija a cenar. A eso de las diez de la noche una patota de tres o cuatro hombres entraron a la casa de barrio Rivera Indarte. Fueron directamente a Sonia, a pesar de que allí estaban su hija Giselle, la novia de uno de sus nietos y su nieta más pequeña que se escondió bajo la mesa.

“Me encañonaron en la sien y me dijeron levántate. Como creí que me iban a secuestrar, les dije que no. Entonces el tipo me gatilló en la cabeza pero la bala no salió –contó Sonia ante la mirada cuasi aterrada del juez-. Me levantaron de los brazos entre dos y me arrastraron al baño. Me pegaron y me dieron culatazos. Me rompieron el tímpano (se señala el oído derecho). Ya casi no escucho y tengo que usar  audífono”.

De la casa no se robaron nada, a pesar de los objetos electrónicos que había. Sólo la cartera de la joven presente. La tiraron en las cercanías de la casa, con una pistola Bersa y ocho balas en el cargador.

A la hora de las preguntas de los querellantes, Sonia dijo que sólo con la llegada del gobierno de Néstor Kirchner algo cambió: “Nos llamó al mes de estar en el poder. Con todos los problemas que tenía, se hizo un tiempo para nosotras y nos dijo que los Derechos Humanos iban a ser política de Estado. Y cumplió. Nos dió todas las herramientas para la búsqueda. Y ahora la presidenta sigue su camino. Nunca pensamos que algo así nos pasaría. Fueron tantos años de que nadie nos escuchara. Las Abuelas somos políticas, pero apartidarias. Pero a esto hay que reconocerlo porque es la verdad”, resaltó.


Un gesto de humanidad

Aunque la mayoría de los represores, Menéndez a la cabeza, se retiraron antes de que Sonia hiciera su declaración, la Abuela los exhortó: “Quiero pedirles a estos señores que en un acto de humanidad nos digan a qué familias entregaron nuestros nietos y dónde están los huesitos de nuestros hijos. Todos los días me levanto con la esperanza de que mi nieto va a venir a buscarme a Abuelas o a la farmacia donde todavía trabajo. Pero mi tiempo se termina. Les pido que nos digan dónde están”.

Antes de levantarse de su silla, con un saco amarillo intenso que le iluminaba la cara, Sonia volvió a hablarle a su nieto. “Que me busque. Él está esclavo aún de los militares mientras no sepa su verdadera identidad. Que no tenga miedo y que nos busque”.
El aplauso de los presentes fue atronador y un modo de abrazo hacia esta mujer que no pensó ni piensa rendirse: "Hasta ahora mi nieto vive esclavo de los militares. Cuando conozca su identidad, recién será libre. Me lo imagino hermoso, porque tiene los genes de sus padres. Yo ya soy grande. Tengo mis años y la biología tiene su tiempo. Así que espero ahora que él me busque".
 

No hay comentarios:

Publicar un comentario